Realmente es una pena que tanto el ecosistema como la belleza física
de tantas regiones de Guatemala sufran degradaciones o depredaciones
innecesarias. Es una pena pero no un misterio. Tanto a nivel
constitucional como legal se han establecido reglas y mecanismos que,
necesariamente, conllevan ese tipo de consecuencias.
Nuestra Constitución se ha interpretado, erróneamente, creo yo
(puesto que contiene una clarísima disposición que obliga al Estado a
indemnizar a los afectados en caso de expropiaciones forzosas), de tal
modo que una persona puede ser privada, sin compensación alguna, del
valor y los frutos de su propiedad cuando el motivo sea, qué paradoja,
proteger el medioambiente.
Este es un lamentable error, si bien los enemigos de la propiedad
privada piensan que han obtenido un enorme triunfo. En efecto, la Ley de
Áreas Protegidas (“la LAP”) prevé que la declaración correspondiente
recaiga sobre fundos de propiedad privada y, a continuación, declara dos
cosas contradictorias: una, que el propietario conserva “plenamente”
sus derechos y, otra, que debe manejar su propiedad de acuerdo con las
normas aplicables al sistema de áreas protegidas. Por consiguiente, por
efecto de la declaración, al propietario le ocurren tres cosas:
primero, se restringen los usos que pueda dar a su propiedad; segundo,
queda obligado a administrar la propiedad de acuerdo con las reglas de
la LAP; tercero, todo ello, sin compensación, indemnización o reparación
alguna.
Creo que no es difícil advertir que, en esas circunstancias, surgen
incentivos de los conocidos como “perversos” para que casi todo salga
mal. Quitando el caso de algún enamorado de la conservación del
medioambiente que, además, cuente con los recursos necesarios para
cuidar de un área protegida pagándolo de su propio bolsillo, los demás
propietarios tendrán razones más o menos poderosas para, en el mejor de
los casos, descuidar su propiedad y dejarla en manos de terceros
depredadores (puesto que nadie va a gastar dinero en proteger algo que
no puede aprovechar) o, en el peor de los casos, depredar él mismo su
propiedad antes de que lo hagan otros primero.
El resultado ha sido y seguirá siendo el que todos, con pena y
tristeza, observamos día a día: más y más extensiones deforestadas con
la consiguiente cauda de fauna y flora que pierden su ecosistema. ¿Qué
pudiera hacerse?
No hace mucho se informó por las páginas de este diario que las
autoridades competentes estiman que no se incauta ni el uno por ciento
de la madera que se tala ilegalmente, subrayándose así que la solución
actualmente en vigor ha sido un rotundo fracaso. No hay otra forma de
enfrentar con algún éxito este problema que dándoles a los propietarios
privados razones válidas; es decir, económicamente eficientes, para que
“cuiden de su propiedad para beneficio de todos”. Y esas razones pueden
tomar diversas formas: indemnizaciones en efectivo, indemnizaciones
pagadas con bonos emitidos por el Estado, permutar sus tierras por otras
que sean de vocación pecuaria o agrícola, pagar una remuneración por
sus servicios de guardabosques privados, entregar cupones negociables
para conseguir exoneraciones fiscales o, por supuesto, una mezcla de
todas ellas. Eso, si quisiéramos conservar el medioambiente.
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